Los primeros tiempos del tango
Representación de 1908 del sainete Marco Severi, de Roberto J. Payró representado en el Teatro Rivadavia. Foto: Caras y Caretas |
El sainete ocupo un período en el teatro nacional, en los comienzos del siglo XX, que gozó de amplia repercusión popular. La forma teatral era de antigua data en Europa, recurriendo al humor, de carácter breve, generalmente de un acto. Reflejó el cambio social que vivía el país donde la población de inmigrantes llegaba a equiparar la de los nativos. Los autores teatrales convertían vivencias de la cotidianeidad, de las costumbres, de la vida en los conventillos dando marco al conflicto sentimental y a algún aspecto dramático. En representaciones con personajes fácilmente identificables y recurriendo a las variantes idiomáticas de una coexistencia de nativos, descendientes de españoles, gauchos y negros, como del cocoliche, la forma que adquiriría de comunicarse de los primeros italianos. Esas representaciones teatrales resultaron una manera popular de puesta operística del punto de vista que confluían, en las funciones, orquestas en vivo, actuaciones, cantantes, estreno de obras, la mayoría de las veces en coincidencia con el título de la pieza, coreografías y escenografías elaboradas a los fines de revivir no solo la sociedad de entonces sino para darle cabida a sus vivencias y a una mirada mordaz e irónica.
Numerosos autores se
dedicaron a escribir obras en forma de sainete, que convivió con el circo
criollo, dando lugar a una escuela rioplatense, como Florencio Sánchez,
Gregorio de Laferrere, Alberto Vacarezza, Roberto J. Payró, entre otros. José
Antonio Saldías (Buenos Aires, 1891-1945; periodista, autor teatral, guionista
cinematográfico, letrista de tangos era hijo del político e historiador Adolfo
P. Saldías) fue un prolífico autor de esas obras como Noche de garufa, su primer título de
1913, El comité de Loma Verde, Muchachita
de Montmartre, Corrientes y Esmeralda, Mimí ha vuelto, entre otros tantos
títulos. Del sainete El bandoneón, hemos
seleccionado un fragmento que refleja la presencia del tango en el Buenos Aires
de las primeras décadas del siglo pasado.
(…)
FINITA – Eso sí, Numa. Con una ilusión en el altillo es otra
cosa. Dígame, Numa, el altillo es la cabeza, ¿no?
NUMA - ¡Claro!
FINITA - ¡Qué bien! ¿Eh? Me gusta el símil. Está muy bien…
Lo felicito… Muy ingenioso. ¡Qué Numa éste! Hay que ver las cosas que inventa.
Poeta al fin. Naturalmente. Le fluyen… ¿eh? (Se
oye netamente el gangoseo del bandoneón.)
NUMA - ¡Oigale! (Escucha
un instante. Numa, a su espalda, acercándose mucho.) ¿Qué siente,
Finita? (Su aliento resbala por la nuca de ella, que se estremece) ¿No te
hace cosquillas?
FINITA - ¡Ay, no sé, Numa! ¡Qué efecto me produce ese
fuelle endiablado! Parece que me echaran agua colonia en los ojos. Que me
hicieran tajitos con una Gillette en
la palma de la mano; y me echaran tintura de yodo. En fin, usted puede
imaginarse, Numa. Quedo, después de una audición, con los anteojos en la nuca.
Y lo que son las cosas… Le huyo y lo busco. Me hace daño y me gusta: me
fascina. No puedo con mi temperamento. (Marcando
pasos al mutis). Me ataca, me tira. Me hipnotiza. ¡Cómo me tira!... (Tarareando, hace mutis primera derecha,
seguida por Numa).
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MARCIAL – No es pa tanto, vieja. Más penoso sería que me
doblara porque veo el éxito. El aplauso, el entusiasmo, lo que sea, no le dará
categoría nunca al fuelle. El bandoneón, primo hermano tudesco del acordeón,
comenta gangoso como un malevo la crónica del tugurio. No sirve para cantar
ingenuamente; tampoco sirve para cantar hazañas. Sus puñaladas son de
desesperación: sus historias tienen cocaína y champagne o la desdicha del bacán
que espera el dinero de la paica. Cuando la guitarra suena parece que se alborota
una nidada de jilgueros. Canta la vidalita con que Lamadrid llevaba a sus
gauchos a la pelea. Habla de amores ingenuos; del campo que despierta; de la
melancolía de la oración, cuando atropellan sombras y recuerdos; del ingenio de
los fogones gauchos.
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CRISPIN – Con Luigín Daverio se íbamo lo do por la ribera co
l’arceone… Tucábamo e cantábamo. Luigín me acompañaba, con la mandolina. Ma
solamente a la cantina o a lo bodegone. Entonce había mochachos argentinos que
tocábamo la guitarra o cantábano la payada. ¿Sabe? Los argentinos no me
llevábano lo apunte. Un día yo l’ho dicho a Luigín: ¡Eh, Luigín! ¿Qué te parece
que tocábamo también la milonga? Ma la milonga no es italiana, me ha dicho
Luigín. E, qué importa. Tampoco nosotros estamos en Italia, caro fratello, ¡eh!
Io era un folósafo, ¿sabe? En dié día nosotros tocábamo en la melonga. Fuimo a la
rebera. La melonga le gustaba a todo ne lo acordeone. Lloraba, ¿sabe?. Parece
que dolía, ¿sabe?. Cantaba tresteza… acareciaba…
BATERIA – Parece que dice un verso el viejo.
CRISPIN – Entonce, yo he pensado que l’acordeone era l’instrumento
popolare de la melonga. Cuando ha salido el tango El choclo, Lo indreriane, La catrera, io seguía tocando l’acordeone.
Un día vino un petiso, chinite, col pelo duro, la cara hecha a trompicone.
Traía n’acordeone cuadrado, per la madona. Hacía lobajo come si foese Dío
mesmo. Era lindo, ¿sabe? Le sey dejado mi poesto. Siga osté, amigo. Ho
arrinconato l’acordeone, me soy comprado la lancha e ya está. Por eso, figlio
mio, yo sé aquello que te digo. Osté siga adelante. No se pare. Osté tiene un
gran porvenir. Qué te importa que no sabe música. ¿Tiene oído? ¡E boeno! Come yo… Te silbano na cosa, te
queda a l’oreja, la tocase, la hacese la compadrada e ya está. Cuando
quiere hacerse un tango lindo, de éxito, me dice a me. Yo te toca al acordeone
na canzoneta napoletana, vieca, vieca, que nadie la recuerda. Osté la hace más
despacito, tres o cuatro ferulete é es una cosa cregolla. Claro, amigo. La
música popolare é melancólica a todo el mundo. E la música a este paese está
hecha de requecho, como la raza; la haceme todo, lo tano, lo francese e lo
gallegue: Aquí nadie sabe nada, pero se haceme rico. Aquello que sabe algo,
protesta porque todo se hace male. Mientrás protesta, pierde el tiempo e los
otro atropellamo.