lunes, 8 de diciembre de 2014

Julio De Caro, el melodioso



En 1973, el diario La Opinión, en el suplemento de Cultura, publicó un extracto de las "Memorias" de Julio De Caro. A continuación, las mismas que aparecieron en esa edición.


La nostalgia 
de un revolucionario del tango


A los 73 años, Julio De Caro es reconocido como uno de los innovadores –tal vez el más revolucionario-, del tango. Hace casi medio siglo desde que De Caro debutó en el Café Colón, en Avenida de Mayo y Carlos Pellegrini, con su orquesta propia; años antes, había sido arrojado de su hogar por su padre autoritario que luego reconoció su error. Aquel grupo formado por Leopoldo Thompson, Francisco De Caro, Pedro Maffia, Luis Petruccelli, Emilio De Caro y el propio Julio De Caro iba a llevar al tango a la cúspide de sus posibilidades interpretativas. Ante un redactor de La Opinión, Julio De Caro narró los primeros años de su vida, su fervor hasta hacer realidad el deseo de su orquesta propia. La narración se interrumpe en 1924, cuando el conjunto empezó sus éxitos y llegó a conquistar la fama internacional, una historia más conocida.

Nací en una calle de la Gran Aldea, porque pertenezco al siglo pasado. Soy del 11 de diciembre de 1899 y mis padres vivían entonces en la calle Piedad, hoy Bartolomé Mitre. Nací en sábanas de oro, y no conocía necesidades de pequeño. Mis primeros colegios, a los tres o cuatro años, fueron particulares. Mi padre era un músico llegado desde Italia, donde a los veintisiete o veintiocho años por sus merecimientos ocupó el cargo de profesor maestro en el Conservatorio de Milán. Era una honra, ya que esos puestos estaban reservados para hombres con canas, de gran figuración. Papá dejó su puesto para venir a la Argentina, detrás de su novia –que luego sería mi madre- quien había viajado antes con su familia. La Argentina tenía ya para los inmigrantes un atractivo de encantamiento. Ellos vinieron a pasear, a conocer el país, y se quedaron. Mi padre tuvo que venirse tras su novia, dejar el conservatorio y todo lo suyo para instalarse aquí. Era muy lindo entonces, no como ahora que la juventud, aunque es más libre, se casa enseguida. Antes los noviazgos eran largos y daban lugar a un mejor conocimiento. Era mejor la época.

Mi padres vivieron en Piedad al dos mil, en una casa hoy desaparecida. Era un barrio de temer. Callao tenía faroles a querosén y no estaba ni empedrada. Después, en 1905, nos trasladamos a la calle Estador Unidos 535. Entoncés enfermé gravemente pero mi madre, mi abuela y algunas tías me atendieron hasta que salí del mal trance. Uno mejora o empeora según su camino, porque el destino de cada uno está escrio.

Yo era el segundo hijo (fuimos trece en total), mi padre decidió que Francisco, que es el mayor de mis hermanos, y yo, estudiáramos música. Decía que el espíritu se alimentaba mejor con la música. Ocurrió que a mí me hacía estudiar piano aunque yo era loco por el violín y a él le gustaba el piano. Nos pusimos rebeldes, hablamos con el maestro y le dijimos a mamá. Entonces, a escondidas de mi padre el maestro nos enseñaba al revés, violín a mí y piano a él. Un día papá nos pescó y se enojó. Los padres entonces eran como generales, les parecía terrible que uno no cumpliera lo que ellos habían dispuesto en sus hogares. Hubo una gran batahola donde mamá lloró, pero ganamos.

Mi primer maestro fue José De Caro, mi papá; el siguiente Antonio Demaría. Luego vino otro que me pegaba con la regla en los dedos. Yo tenía las manos chiquititas y no podía hacer las décimas y me pegaba, así que no quise estudiar con él. No me acuerdo el nombre de ése; ¡suerte que me olvidé!

Yo estaba loco por el tango. En la calle Defensa 1030 visitaban a papá Saborido, Bevilacqua, Juan Maglio, Vicente Greco. Este Vicente Greco tenía una serie de tangos muy importantes él fue en aquel entonces un compositor de vanguardia, un pionero. Yo estaba loco por sus tangos.

Había estudiado el violín a fondo. Como me estaba prohibido salir, mis padres me llevaban adonde ellos iban, a los conciertos, al cine (me acuerdo que vi la primera película de Toribio Sánchez), al Buckingham donde los ciclistas hacían pruebas de fuego. Me gustaba leer a Vargas Vila, pero cuando mi madre me vio con ese libro me aconsejó: “Hijo, esto no tenés que leerlo porque es muy malo. Hay que ser un hombre bueno, no hay que pensar en esas cosas”.

Dábamos conciertos. Con el fin de fomentar el estudio se seleccionaban para esos concursos anuales a alumnos de todos los conservatorios. A Francisco y a mí nos elegían siempre sin dar examen. Un día estábamos tocando Il trovatore en un arreglo de piano y violín, y Francisco dobló dos páginas por una y yo tuve que improvisar una cantidad de cadencias y cosas inventando sobre el acompañamiento hasta que engrané y empecé a pensar en lo que había hecho. Cuando terminé, Alberto Guña me besaba, me abrazaba. Había improvisado en el momento dentro de la ópera, una cantidad de acordes con el acompañamiento de Francisco que se había adelantado. Eso medio la pauta que eso que había nacido conmigo. Soy un hombre melodista, porque la melodía nace primero y después viene el acorde para vestirla. Creo que la música que perdura es la música que tiene melodía.

Hice la escuela primaria en el colegio San Telmo, cuando vivíamos en Defensa 1020. Me acuerdo que era un edificio con rejas. Recuerdo también a una maestra, la señorita Rita. ¡Ah, también a otra que se llamaba Sofía! Pegaban con la regla. En los exámenes de fin de año, en Historia, me preguntaron por un hecho de sangre de una batalla sin importancia. Yo me encontré perdido; empecé a girar y hablé de las grandes batallas y de los generales de Chacabuco, de la creación de la bandera y me escapé del asunto. Dije que este era un hecho que se había producido en el país, pero que había hechos más importantes, como el paso de los Andes, la creación de la bandera, la Independencia. Era el examen de cuarto grado ante una comisión de inspectores y me pusieron diez puntos. La maestra me dijo: “Usted va a tener mucho porvenir porque es un chico que sabe defenderse”.

Cuando mi padre terminaba sus clases salía a pasear con Demaría, con Alberto Williams y otros. Ya vivíamos en Catamarca y México. Se iban a una confitería de Rivadavia y Jujuy, que se llamaba La Perla. Entonces nos quedábamos solos con Francisco, abríamos las ventanas a la calle y nos poníamos a tocar tangos. Una noche, a fines de 1917, cuando yo aún tenía pantalón corto, tocamos La Cumparsita con dos contracantos que yo le había hecho. Los muchachos del barrio dijeron que me iban a llevar a escuchar a Roberto Firpo a un cabaret. Les contesté que no podía, porque si mi padre se enteraba no me dejaría salir más, porque papá era muy severo. Me explicaron que estaría de vuelta a la una de la mañana. El único problema que había era que yo aún tenía pantalones cortos. Gallito, un bandido del barrio, me trajo un par de largos y me llevaron al Palais de Glace, que era hermoso. El salón estaba lleno y cerca del escenario nos esperaba una mesa vacía. Cuando entramos, la gente estaba aplaudiendo. El salón reventaba de humo y apenas se veía la orquesta de Roberto Firpo. Yo estaba muy emocionado, porque nunca había salido a la calle ni para jugar a la bolita. Entre el humo se veía a Tito Rocatagliata, Micheti en la flauta, Razzano violinista, el Negro Thompson contrabajista y a Firpo en el piano.

Entonces Gallito se levantó y fue a hablar con Roberto Firpo, le dijo algo al oído y volvió a sentarse. Al rato empezó a gritar: “Que toque el pibe, que toque el pibe”. Yo creía que pedía El pibe, de Vicente Greco, así que empecé a gritar “Que toque El pibe, que toque El morochito”. Entonces me agarraron y me subieron al escenario. Me miraba todo el mundo. Yo era un piojito. Ahí me dí cuenta de que el pibe que pedían era yo. De pronto Firpo me dijo: “¿Qué quiere tocar?”. é quiere tocar?”. Yo le digo: “¿Usted toca La Cumparsita?”. Me contestó que sí. Entonces le avisé: “Cuando vayamos de segunda vuelta, las dos veces que va la primera parte si tocan suave le voy a hacer un contracanto”. Eso en el tango se llamaba armonía. Hice un suceso bárbaro, pero para mí era natural tocar así. Cuando empecé a tocar me olvidé del público, de los amigos, de todos. Aquello fue realmente emocionante. Firpo me besó. ¡La gente gritaba! Entonces bajé y me temblaban las piernas, casi me caigo del escenario. Era una algarabía bárbara, los muchachos me abrazaban. Una mujer casi me estrangula: me mordió, me besó, chillaba: “mon petit, mon petit”, era francesa. Me agarró un susto, un miedo bárbaro. Suerte que un señor simpático, cara de compadrito, con sombrero gacho, la sacó de encima de mí y le dijo en francés: “Dejálo en paz”. Me preguntó cómo me llamaba: “Julio De Caro, Juancito, me llamo”. Porque también me decían Juancito desde que me salvé de la enfermedad, pues mi abuela me había encomendado a San Juan. Los muchachos del barrio me llamaban Juancito.

El compadrito me dijo: “Vas a tocar conmigo”. Pero yo no quería tocar con nadie, quería escapar, asustado. Insistió: “Vas a tocar conmigo, yo soy Eduardo Arolas”. ¡Imagínese lo que era para mí Eduardo Arolas! Dije: “No voy a tocar con nadie”, y salí disparando. Llegué a la calle, que en aquel entonces era medio oscura. Crucé la plaza como alma que lleva el diablo y pude tomar el tranvía 58 en el bajo. Llegué a casa, todo asustado, descompuesto, lleno de mordiscones. Era una pesadilla.

A la mañana siguiente le dije a mi mamá lo que había pasado. ¡Pobre! Me dijo: “Pero hijo, cómo hacés eso”. Yo le eché la culpa a Ferrari, que era un muchacho que vivía en la otra cuadra. “¡Toqué con el Tigre del bandoneón!”. Eso era mucho para mi madre. ¡Se enojó!. Me dijo: “Yo te voy a dar a vos Tigre del bandoneón. ¡No te voy a ayudar más! ¡Olvidate de ese señor! ¡No toques más tangos en tú vida!”, y me mandó a dormir.

Dos días después llegó a casa Arolas para hablar con mi padre. Yo estaba estudiando cuando me llamaron. Me quise morir. Arolas fue muy bueno. Mi padre lo retó: “Usted, Arolas, cómo viene a buscar a este chico aquí si no toca tangos”. Arolas insistió: “Ferrari y el Gallito me dijeron que en el barrio hay un chico que toca muy bien. Me falta un violín y estoy desesperado porque tengo que debutar”. Mi papá le contestó: “Lo siento mucho, mi chico no va a tocar tangos, va a ser médico”. Y dirigiéndose a mí: “¡Usted váyase adentro!”. Pero en mi espíritu ya se había prendido la hoguera y me fui a tocar con Arolas en el Café Botafogo, en Lavalle y Suipacha, en un sótano. Iba la flor y nata de los poetas, porque el tango siempre gustó a la gente de espíritu.

A los pocos días íbamos a debutar en el Tabarín, una boite de tipo francés en la calle Suipacha, en un primer piso. Allí iban todas las cocottes que introducían la moda. Después de tocar yo salía volando para casa. Me tomaba el tranvía 16 en la calle Corrientes. Una noche me esperó mi padre. La casa tenía dos entradas, una por el negocio y otra por el costado que daba a las habitaciones, porque era una casa muy grande. “¡Qué hacés con ese violín! ¿De dónde venís?”.

Nunca supe mentir; le dije: “Papá vengo de tocar. Estoy tocando con Arolas”. Se contuvo: “Ah, ¿venís de tocar, eh?”. Antes me había agarrado tocando con los De Bassi, Antonio y Arturo, en el Teatro Lorea, ese que está todavía en Rivadavia y Paraná. Era un teatro de zarzuela. Yo le había pedido a De Bassi que me llevara a tocar y arrasé con todo. Me pagó cinco pesos, pero cuando mi padre me descubrió se los tuve que devolver. Me dijo mi padre: “Pero, hijo, estás otra vez con las orquestas. Antes por lo menos tocabas zarzuelas, pero ahora estás con el tango”. Para el tango seguía siendo música de bajo fondo, así que me dijo: “Mirá, tenés que elegir”. Yo creía que me daba a elegir entre un género u otro, así que le contesté: “El tango, papá, a mí me gusta el tango”. Entonces recorrimos todo el trecho que daba a la puerta de calle de la esquina, donde estaban la casa de música y el conservatorio. De pronto se detuvo y me dijo: “La última vez que te lo digo: esta casa o el tango”. Me desesperé: “¡Papá, me gusta el tango!”. Me dio un empujón hacia la vereda y cerró con un portazo; no sé cómo no se rompieron los vidrios. Me parecía increíble. Era una noche de frío y no sabía dónde ir. Me puse a llorar. No sé cuánto lloré allí; después me fui caminando como si estuviese en el limbo, como si fuera un duende. A las seis de la mañana llegué a la casa de mis abuelos, que vivían en la calle Independencia, frente a una iglesia que hay en Defensa, por ahí.

Así pasaron los años hasta que llegó en 1936 la famosa fecha de los veinte años después. Yo había viajado a Europa, a Brasil, había recorrido el interior, tocado en los mejores locales, había tenido algún éxito, hasta presenté La evolución del tango en el teatro Opera. Esa noche, que era la primera función de La evolución, el programa cerraba con una orquesta de 76 músicos y con Julio Perceval al órgano. Fue una función agotadora para mí, pero todo salió bien. Los músicos me respetaban mucho; ellos se dan cuenta quién sabe dirigir y quién no sabe. Yo nunca pensé en emular a Toscanini, pero en el tango traté de hacer las cosas siempre bien y con responsabilidad.

Cuando llegué al vestíbulo donde había mucha gente todavía, los ví a papá y mamá. Me agarró una especie de angustia de verlo a mi padre. No sabía qué hacer. Mamá me dijo: “Hijo, acá está tú padre”. Durante veinte años no había querido saber nada conmigo. Dio orden de que no se hablara de mí., que se quemaran las páginas de los diarios donde se me hacía mención. Siempre le preguntaba a mi madre: “¿Hay algún hecho policial? ¿Está tú hijo?”. Parece increíble, pero es la verdad, mi papá era chapado a la antigua, cerrado.

Me acerqué y mamá repitió: “Hijo, acá está tú padre”. Nos fuimos en mi coche –yo tenía Nash convertible, de capota blanca, con ruedas libres- hasta Sarandí y México (todavía está la finca donde vive mi hermanito menor, José) hasta la casa que era grande y tenía las habitaciones en el medio y dos patios. Fuimos al patio, papá tomó dos sillas, se sentó, me hizo sentar y me pidió un cigarrillo. “No fumo, papá”, le dije. Entonces el sacó los Lucky, encendió dos y me dio uno. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Me dijo: “Hijo yo no sabía que hacías esto”. Se levantó, trajo una caja de cartón enorme y me la enseñó. Era todo el material que se había publicado sobre mí, los discos, todo lo que había guardado mi madre, que esa noche se lo había regalado a él. “Te pido perdón, hijo. ¿Qué has hecho con esa música de tango? ¡Hiciste conciertos, hijo!”. Me besó mientras decía “perdóname, perdóname”. Luego, emocionado, agregó: “Yo vine a este país detrás de tú madre, me quedé. Este es un gran país y no había podido agradecerle nada de todo lo bueno que me dió. Ahora, con vos creo que le he dado algo. Ya me puedo dormir en paz y felíz. En algo he compensado con haberte dado la vida en esta tierra”.

Empecé a componer con Arolas. El primer tango fue Mon beguin y se lo dediqué a una chica alumna de papá, que era mayor que yo. Tendría diecinueve o veinte años y yo tenía quince. Estaba enamorado de ella. Ahora esto me hace acordar a la letra de Discépolo, Esta noche me emborracho: la encontré hace diez años, gorda, vieja, triste. Pensé: “Mirá si me hubiese casado con ella”.

Con Arolas íbamos los domingos a la mañana a Barracas y Avellaneda a asados y reuniones. Allí conocí los hombres de pendencia, al compadraje. Para componer siempre tuve una costumbre: nacía primero el título y luego la pieza. Así hice Mala pinta, inspirado en una de esas fiestas. ¡Había que ver lo que eran! Los tipos bailando, con la media luna, las corridas, las resbaladas, bailaban el tango orillero de verdad. Parecían gallos de riña con una pinta bárbara. Por eso al tango le puse Mala pinta. Yo estaba muy perdido en ese ambiente, pero como Arolas sabía todo lo que había pasado con mi padre me acompañaba a comer un bife con huevos y después a la pensión donde yo vivía, en Libertad y Corrientes, arriba de la confitería Ideal. Ahí pagaba ciento veinte pesos por una sala y parte de la comida que ellos comían. En ese tiempo yo ganaba doce por día de sueldo, pero la mujer más linda del local pasaba el plato, así que redondeaba a veces más de treinta pesos por día. Hacía como mil pesos por mes que alcanzaba para comprarse una casita en Flores. Yo me lo gastaba todo en ropa, también me compré un buen violín que me costó mucha plata. Era de un violinista del Colón que se llamaba Sánchez. Después me alquilé un departamento, me compré los muebles.

Después de estar con Arolas me fui a tocar con Fresedo, pero antes formamos una orquesta para tocar en el café Parque, por pocos días. Estaban Maffia, Rizzuti y yo. Una noche llegó Fresedo a buscarlo a Rizzuti y se quedó con los ojos clavados en mí. Cuando bajamos me ofreció el primer violín para trabajar en el Casino, por treinta pesos diarios que pagaba la empresa del teatro. Además estaba la Quete, que era el platito. Después integré el cuarteto de maestros con Enrique Delfino, Francia, Fresedo y luego me fui al Uruguay con Minoto, con quien trabajé en el teatro Artigas. Me ofreció quedarme por veinte pesos diarios, pero no acepté. Regresé a Buenos Aires para trabajar con Delfino, pero éste hizo su personaje Delfi y se emancipó, así que me fui otra vez al Uruguay. Me quedé allá un año y medio. Era 1922. Al cabo, Juan Carlos Cobián me invitó a integrar su orquesta en el Abdulla Club. A fines de 1923, cuando Cobián se fue a Estados Unidos, yo formé mi propia orquesta.

La formación de ese conjunto me costó cincuenta y ocho pesos diarios. Había muy pocos lugares para tocar y yo le había puesto el ojo al café Colón, en Avenida de Mayo y Carlos Pellegrini. Fui a hablar con el dueño y le dije que tenía un conjunto de muchachos jóvenes que eran grandes artistas. Me preguntó qué tocábamos. Le dije. “¡¿Tango?!” –gritó-, “¡No, hágame el favor!”. Se levantó para echarme. “Siéntese, usted está equivocado”, le dije. Le expliqué lo que hacíamos y parece que enchufamos justo porque había terminado su contrato allí un cantante lírico y el tipo me dio la chance. “¿Tangos?” -me preguntó-, ¿Cómo se van a vestir?. “Con smoking”, le dije. Eso lo tranquilizó. Enseguida me ofreció treinta y cinco pesos por función. Me quejé y ofreció dos pesos más. Me quejé otra vez. “Entonces no acepto –dijo-, qué tango ni tango, no me interesa”.

Yo tenía unos pesitos ahorrados de los bailes de carnaval y decidí encarar el debut en el Colón. En la orquesta estaban Francisco De Caro, Leopoldo Thompson, Pedro Maffia, Luis Petruccelli, Emilio De Caro. Por la Avenida de Mayo se corrió la voz y para la última vuelta se llenaba de gente hasta la calle. ¡Era una locura! Todos los muchachos eran excelentes músicos y les pagaba veinte pesos diarios individualmente. Como yo cobraba treinta y siete pesos del empresario, me perdía en total cincuenta y ocho pesos por noche. Siempre me iba a dormir rezando para que el dinero me alcanzara hasta que siera alguna cosa. Al tercer día lo llamé al empresario y le dije que me tenía que aumentar. Era un suceso tan grande que al contarlo parece mentira. ¡No había una silla! Las calles de bote a bote, hubo que hacer un cordón de seguridad para contener a la gente. Me dijo que iba a aumentar. Al otro día, sentado frente al palco, había un hombre que tenía la cara de Jesucristo. Tenía barbita, bigotito finito, ojos celestes, me miraba como encantado. Yo, tras el violín lo observaba. Cuando bajé para ir a verlo al empresario, vino el maitre y me dijo: “Aquel señor quiere hablar con usted”, y lo señaló al parecido a Jesucristo. Fui a verlo. Empezó a hablarme  en francés, idioma que yo entendía bastante. Me dijo que cuando terminara tuviera la gentileza de sentarme con él, porque quería proponerme un negocio. Al terminar me invitó a salir. Viajamos en mateo hasta el Palais de Glace. Me emocioné mucho. Me dijo que iba a hacer un salón de té, de cinco a nueve, y buscaba orquestas. “Le pago cualquier cosa”, me dijo. Sin pensar nada le dije: “Seis mil pesos por mes”. ¿Sabe lo que era? ¡Una fortuna!. Los diputados ganaban quinientos pesos por mes. Nosotros éramos seis así que nos tocaba mil a cada músico. Me dijo: “Le doy seis mil quinientos”. Era marzo de 1924.

Cuando volví tenía preparado un contrato por dos años con los tres meses –diciembre, enero, febrero- de descanso. Me crucé enfrente a un bar a tomar algo. Estaba enloquecido. Después fui a la iglesia de San Nicolás, en Carlos Pellegrini y Corrientes. Enfrente había un circo con un gran payaso deyeso, la nariz roja y la sonrisa. Me arrodillé junto al payaso y me puse a llorar. La gente se amontonó pensando que estaba loco. Prometí a Dios formar una orquesta donde todos fuéramos amigos. Me comprometí a crear los solos de violín, de piano, de bandoneón.

Así cubrí mi primera etapa. Nunca hubo hasta entonces algo que llegara tan profundamente al corazón del público. Tocábamos El baqueano, Qué noche!, La guiñada, La racha, La cachila, Maipo, El Marne, La guitarrita, todos de Arolas. Un lamento, de Leone, algunos tangos de Villoldo, de Rosendo, de Canaro. El primero que grabé fue Todo corazón, en el sello Víctor, en 1924.

Cincuenta años más tarde, estos discos han superado al tiempo, salen y se agotan enseguida. Nuestra revolución consistió en estudiar y penetrar en las melodías hechas por los compositores. El tiempo habló de Pedro Laurenz, de Pedro Maffia, de Francisco De Caro y de Julio De Caro. Formamos un conjunto espiritual y hermanado, pero todo se hizo como yo quería. Eso no quiere decir que no reconociera cuando alguien del conjunto hacía algo que yo sentía mejor que lo mío. No había egoísmo. Todos estaban estimulados. El mismo Aníbal Troilo lo puede decir. Cuando llegó, tenía dieciocho años, lo amparé, fui un padre para él.

Viajé a Europa, tocamos ante el Príncipe de Gales, llevamos la música argentina dignificada a muchos países del mundo. Todavía aspiro a viajar a Japón, pero el médico me dice que por ahora vaya al Tigre, nada más. Quiero que el tango vuelva a ser tango, porque es la música popular más hermosa del mundo. Por eso pienso que el tango tiene las condiciones y los merecimientos necesarios para que lo atienda. Por eso digo: no estoy de acuerdo con lo que se hizo hasta ahora, eso de promocionar gente para deformar nuestra personalidad. Espero que vuelvan los bailables, que haya programas centrales de tango, que vuelvan los concursos. Creo que no está todo perdido aún. Creo, porque los he visto, que hay un Gardel o un De Caro en cada esquina, pero hay que darles la oportunidad de ser lo que ambicionan. Para ello hay que abrir academias, promocionar al tango por radio y televisión, no permitir que los oportunistas se adueñen de la música popular. El tango es melodía. Hay muchos que dicen hacer tango pero no hacen sino otra cosa, mejor o peor. Me gustaría tocar otra vez y sigo pensando en el viaje a Japón, que tal vez se haga. Hay mucha gente que quiere tocar conmigo, que quiere volver a tocar bien. Para eso hay que tener seriedad y ganas de defender a la música argentina.


De Caro en Europa

Al recibir una nueva proposición para actuar en Europa con mi orquesta, esta vez llegada a través de Pablo Williams, quien además de intermediario, hacía pareja con su hermano como balarines acrobáticos, e integrarían la tournée artística si se aceptaba el contrato.

Antes de dar la última palabra, debía finiquitar arreglos con la casa grabadora y empresa del Real Cine. Concedida la licencia por el tiempo requerido, organizaron en dicha sala un gran festival de despedida para nosotros, culminando con un banquete monstruo por la cantidad de amigos que allí concurrieron.

Pocos días después amenizamos los bailes de Carnaval en el teatro Cervantes y, terminados éstos, de inmediato… a Europa.

Integraban el conjunto mi hermano Francisco, Pedro Láurenz, Armando Blasco, José Niesow, Vicente Sciarreta, Luis Díaz y Marambio Catán (cantores), los hermanos Williams, Pedro Giménez y Rodríguez (zapateadores) y las hermanas Pastrana (bailarinas regionales españolas) que dentro del conjunto, actuarían también lo folklórico.

Nuestro debut se realizó en Niza, en el grandioso Palais de la Mediterranée, punto de reunión de la élite internacional, incluyendo emperadores, reyes, príncipes y mundo artístico.


Encuentro con Gardel

Instalada la orquesta en el escenario, medio descorrido el telón, y yo a punto de hacer mi primera presentación en el Palais de la Mediteranée, impresionado por la dimensión de aquel salón colmado de público, sentí vacilar mis piernas… y no era para menos poderse, a duras pe nas, mantener en pie… por sobrehumano esfuerzo. En ese crucial instante, abierto el cortinado, se dejó oir una voz en francés, partiendo de la multitud, requiriendo un minuto de silencio:

- Señoras y señores, he viajado ex profeso desde París a esta maravillosa Costa Azul, no esta vez para admirar su paisaje, sino para acompañar en su noche de debut a este compatriota mío, gran intérprete del tango argentino en su patria que, al igual que yo, les brindará lo mejor de su espíritu en la música. Y ya que ustedes me dispensaron el aplauso del éxito, pido otro para Julio De Caro, sabiéndolo de antemano merecedor de él, por su orquesta típica, bajo su conducción, en la actualidad una de las mejores (palabras textuales). A vuestro criterio dejo el consagrarlo también, en esta noble y grande Francia, después que valores su actuación y composiciones suyas.

Terminado el discurso, ya acostumbrado a la luz de los reflectores, pude localizar a Carlos Gardel, parado al lado de su kilométrica mesa, cuyo invitados serían unas cien personas, entre damas y caballeros, destacándose elegantísimo dentro de su impecable frac y, aparte de su voz, hasta hoy jamás igualada, diré en su honor que también su persona fue milagro de evolución, quedando muy atrás y en el olvido, aquel Morocho del Abasto de los primeros tiempos.

Su perfecta dicción, le hacía hablar con propiedad, sin esfuerzo ni afectación alguna. También sabía llevar las prendas del vestir, y aseguro sin temor a equivocarme que, de haber tenido el cultivo necesario en sus años infantiles, habría sido grande en cualquier otro renglón profesional, si la vida le hubiese tendido una mano; pero mejor dejarlo como Dios quiso, porque así tuvimos al mejor cantor de todos los tiempos, y este regalo no nos lo quita nadie.

Tras sus palabras de enorme aliento, renació mi calma, cambiando de inmediato la primera pieza programada, El entrerriano, por Tierra negra (de Noli y Graziano de Leone). Atacada en su comienzo por Láurenz con una llamada de bandoneón, fue tal el impacto en el auditorio que aún resuena en mis oídos aquella ovación.

Nuestra labor debía durar media hora, y fue prolongada a la fuerza, otra media hora más, cerrando con un pedido de Charlie Chaplin (Carlitos), ahí presente, empeñadísimo en bailar El monito, tango que tuvo que ser bisado infinitas veces.


Italia: Turín

La noche de nuestro debut sorpresivamente apareció, ocupando el avant-scene, el príncipe heredero Humberto de Saboya con su esposa María José de Bélgica; los palcos adyacentes estaban reservados para los familiares e íntimos de su séquito.

Al terminar el espectáculo, fuimos aplaudidos por el público y haciendo coro, el príncipe inamovible en su asiento, lo cual nos dio a entender con su actitud de niño goloso, que pedía una yapa extendida a diez tangos más.

Terminada la función, invitado al palco real por el heredero, después de felicitarme calurosamente, fui presentado a su encantadora esposa (que lo era), aparte de interesantísima mujer, de distinción tan sobresaliente que aún queriendo pasar inadvertida, su relevante calidad la hubiese delatado.

El príncipe Humberto, sabiendo que yo debía seguir a Génova, para debutar en el teatro Paganini me rogó regresase junto a ellos, para actuar en un gran baile con motivo del cumpleaños de su padre Su Majestad el rey Víctor Manuel. Pero la fiesta tuvo que suspenderse por la súbita muerte del duque de Aosta, primo de ellos.

Al día siguiente, todavía en Turín, llegó al hotel un emisario de la Real Casa, en nombre del príncipe, para notificarme que se había programado, en cadena para toda Europa, una audición de Radio Torino, especialmente para que yo actuase, transmisión que fue captada por Radio Splendid, en Buenos Aires, y difundida por ser yo, entonces, artista de su exclusividad.


Génova

Al debutar en esa ciudad, no fue menor la suerte que nos acompañó, pues esa noche se encontraban presentes el príncipe Giovannelli, primo hermano de Humberto de Saboya quien , al saludarme con una cordialidad pareja a la de regio pariente, me dio la sensación de ser un amigo de toda la vida. Luego tuve la fortuna de contar con nuestro embajador, señor Leguizamón, de paso en Génova, acompañado del cónsul argentino y a varios diplomáticos, aparte de celebridades artísticas y personalidades el gobierno.

Para broche de tanto bueno, tuve la alegría de abrazarme con don Alberto Vaccarezza, creador del sainete porteño, quien marcó rumbos dentro de nuestro teatro nacional. Estuve orgulloso yo de poderlo presentar al príncipe Giovannelli, como verdadera gloria argentina.

El príncipe Giovannelli, a toda costa quería comprometerme a actuar en el Lido (Venecia), cuando se iniciase la temporada, resultando imposible complacerlo por no poder postergar mi contrato en París.

De Génova, proseguimos hacia Bérgamo, donde lo primero que hicimos fue visitar el mausoleo del gran Donizetti, y así rendirle nuestro homenaje a tan famoso compositor de óperas; luego, también vimos su casa, convertida en museo y monumento nacional, donde se veneran como reliquias cuanto dejase de su pertenencia: manuscritos, muebles, cuadros y su inmortal clavicordio, de donde brotaron Lucía de Lammemour, Elixir de amor y tras ellas, la larga lista de óperas conocidas (creo que fueron 74, más o menos…).

Nos cupo el alto honor de presentarnos en el mismo teatro donde se representaron muchas de estas obras mencionadas (teatro Donizzetti). Proseguimos con nuestra tournée hacia Milán, para pasar a Roma, contratados en el music-hall Humberto I, además del Curinetta Club, éste de muy exclusivo grupo, donde volvimos a abrazarnos con el príncipe Giovannelli y, de ahí… por siempre amigos. Pude, a mi vez, presentarle a muchos argentinos, mitigando con estos encuentros añoranzas de la patria, que mucho tiraba.

Por intermedio del príncipe Giovannelli recibí una invitación de Mussolini para visitarlo en su villa, deseoso él de conocerme personalmente, por ya haberme escuchado en esa audición que transmitiese Radio Torino; luego, al despedirme de mi querido amigo, el príncipe, éste me dio un pasaporte firmado por él, de libre tránsito y aduanas internas por toda Italia, que también conservo cuidadosamente.


En París

Mi preocupación al arribar a París, fue presentar mis saludos a aquel gran señor y embajador nuestro, Tomás Le Breton, como también a mi amigo Dupuy de Lome, corresponsal de La Nación en esa capital, que fue de los primeros en darme la bienvenida.

Tanto los diarios La Prensa y La Nación como la prensa local, nos dedicaron elogiosos artículos a través de nuestra conocida actuación por la Cote d’Azur e Italia.

Además de esta calurosa presentación al público parisiense, los corresponsales argentinos, organizaron un gran acto en el salón-teatro del diario Le Journal, y nos invitaron a actuar, para darnos a conocer personalmente a todo el periodismo en general.

De ahí en adelante… todo se nos haría fácil, sumándonos a los compatriotas-colegas que sentaran sus reales en suelo francés, y en aquel entonces, en plena actividad, por ser, sin mucho aventurar, ídolos representantes del tango argentino: el tano Genaro, Miguel Orlando, Eduardo Blanco, Pizarro y Bachicha.

Teniendo enormes deseos de volver a ver a Manuel Pizarro y otros colegas radicados en París, averigüe que se reunían en el café Gavarni y, como no debutaríamos de inmediato, pudimos disponer todavía de alguns días, así que volé a dicho local para saludarlos.

Después de echar nuestro párrafo con Robati, Raymondini, Bordino y el Pibe Tanga, como no lo viese a mi amigo Pizarro me indicaron que podrían encontrarlo en el Moulin Rouge, siempre frecuentado por él. Así lo hice, ubicándome en una mesa de la confitería anexa al teatro… dispuesto a esperar; instantes después llegaban Manuel Romero, Carlos Gardel, Mathos Rodríguez y otro desconocido. Aquí, mi condición descriptiva de aquel instante afloja en mucho, pero podrán suponer que, por lo emotivo, aparte de regado con lágrimas, tuvo de todo… no faltando la frase afectuosa.

Cuando renació la calma, después de largo rato, Romero me presentó al anónimo señor, quien resultó nada menos que Arnau, el empresario artístico, teatral y productor con el sello Paramount de la película Luces de Buenos Aires, entonces rodándose en los estudios de Joinville. El extraordinaio elenco de protagonistas estaba formado por Sofía Bozán, Carlos Gardel, Gloria Guzmán, Vicente Padula y Pedrito Quartucci, compañía argentina que llegó a París para filmar con Carlos. Ahí, estaban varados, faltándoles otro elemento muy primordial para completar la película: orquestación adecuada para su música de fondo; y viendo los amigos en mí el Maná que del cielo les llegaba para su cometido, me designaron por unánime acuerdo. Me negué en principio, deseando disfrutar de los pocos días previos al debut, y así recorrer lugares históricos y museos, añadiendo algo más a lo estudiado y leído; por otra parte, dada esta única oportunidad, me parecía un crimen imperdonable desperdiciarla, cuando no tenía la menor idea de otro regreso a Francia.

Además de este importante raciocinio, en cuanto terminase mi contrato en el Empire tenía empeñada mi palabra con el príncipe de Gales, debiendo de inmediato proseguir a Londres, para actuar con mi orquesta en Palacio, festejando el cumpleaños de Jorge V, rey de Inglaterra; ya, en este estado, las cosas programadas como en casillero, no quedaba en mi agenda el mínimo espacio para añadidos extras.

Entonces habló Carlos, por boca de todos:

- Mirá hermano, vos no podés largarnos parados en esta emergencia; sé que no lo harás, porque te conozco demasiado.

- Bueno –respondí resignado-; el hombre propone y Dios hace el resto… Señor Arnau, ¿qué debo hacer?...

- Toda la música. Acompañar con su orquesta a Carlos y a la Bozán; luego, en la película entrará música regional, y en sus manos zambas, estilos y chacareras; naturalmente, usted pondrá su precio. Pedí de inmediato 50.000 francos adelantados y 150.000 al finalizar la película, aunque rebajé espontáneamente 50.000 francos.

Me alojaba en el Grand Hotel (entonces uno de los buenos de París), y muy frecuentado por argentinos.

Una mañana, fui telefónicamente advertido por el conserje que un compatriota deseaba verme; no terminada aún la toilette, abriéndose la puerta, me sorprendió la presencia de un señor al parecer, por su aspecto, irlandés, jamás visto anteriormente, pues su figura era de las de no olvidar fácilmente; se lo hice notar, contestándome:

- Ya lo sé, señor De Caro, pero ya a usted sí lo conozco; por eso lo vengo a molestar. Estoy aquí desde hace un mes, con un amigo, no consiguiendo ubicar nuestro producto, que es la gomina, de manera que tratamos de defendernos vendiéndola a los argentinos que encontramos en los hoteles más conocidos, leyendo la lista de ocupantes.

Yo no la usaba, entonces, pero ante su triste situación, le alargué 500 francos, agregando que lamentaba mucho lo que pasaba, y que, necitándome, contarían siempre conmigo. Quiso dejarme un frasco, que no acepté, y se marchó.

Una de las poderosas atracciones que atenaceaban mi curiosidad era el tan mentado Montmartre, frondosamente presentado y adobado por aquel cine mudo de mi incipiente adolescencia, cuyas estampas, para aquel ayer truculentas, dejaran honda huella en mi exacerbada imaginación, y martirologio sufrido estoicamente durante la representación de sus dramones por series.

¿Cómo, pues, no constatar por mí mismo aquel submundo que se me mostrara en su más alta expresión del suspenso, enla pantalla, donde los apaches, gigolettes, puñaladas, boinas, camisetas a rayas y puchos en la oreja jugaran importantísimo rol? Y… ¿por qué ser menos crédulo que los extranjeros, viéndonos en su mente, paseando por la calle Florida, con sombrero andaluz, espuelas y boleadoras?

Aunque mi erudición se preciaba de estar un escalón más arriba que los susodichos, no quería ceder y sí conservar aquellas imágenes que me forzaran a economizar centavitos, no desequilibrando lo ya presupuestado para el domingo y, con ello, no quebrar la ilación del argumento, constantemente prolongado.

Yo no perdería estas truculencias “en vivo”, en su momento leídas con la misma fruición que atacase a Verne o a Salgari.

Mi aventura en Montmartre, ya saboreada de antemano, se la comuniqué a Mathos Rodríguez quien, conociendo hasta el último rincón de París, por residir allí, se me ofreció gustoso como cicerone; pero honesto, para no hacerme “caer de lo alto”, trató de aleccionarme sobre los trucos prefabricados para los turistas, especialmente norteamericanos o sajones, en este aspecto bastante ingenuos, o bastante más vivos que todos, al aparentar su admiración ante el espectáculo.

- Bueno –respondí-, me sumaré como otro bobo más, dentro de la larga legión existente. Nunca supuse que estaba destinado a “vivir” un episodio cuyo argumento podría engolosinar al mismísimo Hitchcook.

Así, pues, convinimos con Mathos hacerlo en la primera ocasión que mi labor lo permitiera y, una noche, habiendo terminado temprano de filmar mi parte en Luces de Buenos Aires, salimos a parrandear por esos barrios de Dios (en el viejo Montmartre de mis cavilaciones), recorriendo, por supuesto, la mayoría de sus locales, casualmente esa vez casi vacíos y los encontré además aburridísimos.

Siendo como las tres de la madrugada, me caía de sueño y de desilusión; furioso conmigo mismo, por haber yo derrumbado el castillo de naipes, que erigiese años atrás, y tener que dar mi brazo a torcer, aceptando la cruel verdad pronosticada de antemano por Mathos Rodríguez. Llegando a una callejuela nos separamos, diciéndome:

- Yo me quedó aquí para tomarme el metro que me dejará cerca de casa; en cambio tú, Julio, seguirás siempre derecho, hasta el término e esta misma, donde podrás ver la avenida y, a pocas cuadras de ahí, divisarás el hotel.

Siguiendo al pelo sus instrucciones, ya casi al final de la calleja indicad, oscurísima por cierto, me sentí tomado fuertemente por la espalda, paralizando todo movimiento, al cruzarme los brazos hacia atrás.

Al mismo tiempo alguien más, punzándome con algo frío y duro en el estómago, me espetó a boca de jarro:

- L’argent ou la vie

Inconscientemente brotó, de mi susto, algo en castellano y, casi sofocado también por aquel objeto, cuchillo que había trepado hasta mi garganta, punto terminal del recorrido.

Escuchando mi frase, los atracadores me alumbraron con un fósforo; uno de ellos exclamó:

- Dejalo, Petaca; a éste no, porque es Julio De Caro, el amigo que nos ayudó en las malas.

Queriendo saber quién era este inesperado protector, con el hilo de voz que el sacudón recibido permitía… le pedí se diera a conocer y, encendiéndome otra cerilla, así pude ver a aquel que me visitara en el hotel, ofreciendo la gomina.

Indignado los increpé, tratando de inculcarles en su mollera lo deshonesto de su profesión, diciéndoles, además, la locura de esa actitud que podía llevarlos a la cárcel per secula. Los pobres diablos respondieron:

- ¡Qué quiere, Julio! Tenemos que rebuscárnosla como podemos; hace días que no entra bocado en nuestros cuerpos.

Apenado, los llevé a un próximo restaurante donde, prácticamente, engulleron en un santiamén milanesas con papas, varias veces repetidas; luego… tras los consabidos francos, les hice jurar no reincidir y, ya con la promesa, partí…

Espero que la hayan cumplido, porque nunca más pude saber de ellos y, aunque parezca cuento y mentira esta aventura vivida, me reconcilió nuevamente con aquel Montmartre tan suspirado y, al igual que el dicho, hablando de fantasmas repito:

- Dicen que nada sucede en Montmartre, pero… por las dudas… ¡cuidado!

Diario La Opinión, suplemento cultural, Buenos Aires, domingo 17 de junio de 1973