Se llamó Ovidio José
Bianquet, aunque para todos quedó inmortalizado como El Cachafaz considerado como el mejor bailarín de tangos de todos
los tiempos y que en el decir de José Gobello “haya sido o no, por tal se lo tendrá siempre”. Vocacional y
autodidacta se lo reconoció tanto en la filigrana orillera como en la enseñanza
del tango de salón. Francisco Canaro fue testigo de desafíos en los que solía
salir triunfador. En uno de ellos, donde enfrentó al rengo Cotongo, lo volcó en
su libro Mis 50 años con el tango, en
1956, que reproducimos a continuación:
En el día del bailarín de tango recordamos el entrevero entre El
Cachafaz y el Rengo Cotongo
“Sólo le faltó escribir su nombre con los pies”
Por Francisco Canaro
“Concurría con frecuencia a los bailes del Olimpo, un teatro
situado en la calle Pueyrredón 1461 convertido en academia de baile, un
personaje que ya gozaba de cierta popularidad: Benito Bianquet, El Cachafaz, a quien no se le cobraba la
entrada porque era una verdadera atracción. Cuando él bailaba, la concurrencia entusiasmada
le formaba rueda y él se floreaba a gusto haciendo derroche en las figuras del
típico tango de arrabal. Puede decirse, sin temor a hipérbole, que El Cachafaz fue, indiscutiblemente, el mejor
y más completo bailarín de tango de su tiempo”.
Continúa Canaro, en su autobiografía, resaltando que “no
tuvo maestro de baile; su propia intuición fue la mejor escuela de su estilo.
Era perfecto en su porte, elegante y justo en sus movimientos, el mejor compás,
en una palabra El Cachafaz en el tango fue lo que Carlitos Gardel como cantor:
un creador y ambos no han tenido sucesores sino imitadores, que no es lo
mismo”.
“El Cachafaz
siempre iba acompañado de su inseparable amigo El Paisanito, muchacho que tenía fama de guapo y que, para su
defensa, usaba una daga de unos sesenta a setenta centímetros de largo; se la
ponía debajo del brazo izquierdo, calzándola por entre la abertura del chaleco,
y la punta daba más abajo del cinturón, rozándole la pierna. Para sacarlo lo
hacía en tres tiempos y con gran rapidez cuando las circunstancias lo exigían.
No obstante, El Paisanito era un buen
muchacho y un leal amigo”.
“Existían también otras casas que funcionaban de la misma
manera. Una en la calle Sarmiento, otra en la calle Viamonte, donde tocaba
Pedro Maffia. Yo, con mi conjunto, además de la Academia donde terminábamos a las doce de la noche, los sábados y
domingos pasábamos a tocar en un salón de baile de la calle Nueva Granada (hoy
Boulogne Sur Mer) entre Viamonte y Tucumán, en los bailes que organizaba el Pardo Santillán y dónde ganábamos cinco
pesos. Pero luego aflojó el negocio, las cosas se pusieron difíciles y nos
rebajaron el sueldo a cuatro pesos por noche. Nosotros seguimos tocando a pesar
de que arriesgábamos la vida, porque en esos locales de baile era frecuente que
se armasen broncas descomunales”.
El desafío del “Rengo”
“Precisamente”, recuerda Canaro, “una noche en que
hallándose en una mesa El Cachafaz con
El Paisanito y otros amigos apareció
otro famoso bailarín de tango: el Rengo
Cotongo, guapo el hombre y, según decían, de averías y de mal vivir. Lo
acompañaban otros sujetos de pinta no muy recomendable, quienes se ubicaron en
una mesa próxima a la de El Cachafaz.
El Rengo Cotongo traía su compañera
de baile. Empezaron a beber en ambas mesas y entre baile y baile lanzaban
indirectas alusivas a El Cachafaz.
Querían dilucidar y dejar sentado cuál de los dos era mejor bailarín de tango.
Se concretó la apuesta y el primero en salir a bailar fue el Rengo Cotongo, quien pidió que tocasen El entrerriano. El apodo le venía porque
rengueaba de una pierna al andar, pero ello no fue obstáculo para llegar a
conquistar cartel de buen bailarín, pues en realidad, bailando no se le notaba
la renguera, al igual que a los tartamudos que, cantando, dejan de serlo”.
“Salió el famoso Rengo
haciendo filigranas, aclamado por la barra que lo acompañaba y por los
contertulios que simpatizaban con él y terminó la pieza entre grandes aplausos.
Y le tocó a El Cachafaz, quien pidió
que tocasen El Choclo. Salió con su
garbo varonil y con su postura elegante haciendo con los pies tan maravillosas
fiorituras que sólo faltaba que le pusiera su nombre. No lo hizo pero dibujó
sus iniciales entre atronadores aplausos y vivas a El Cachafaz”.
“Al verse el Rengo y
sus compinches desairados de su desafío ahí mismo empezaron a menudear los
tiros y se armó la de San Quintín. En medio del barullo nosotros no sentíamos
más que ¡pim-paf-pum…! Y las balas pegaban en las chapas de hierro que cubrían
las barandas del palquito donde nosotros tocábamos” –escribe Francisco Canaro-
“viéndonos obligado a echar cuerpo a tierra hasta que amainó el escándalo con
la presencia de la policía, que arreó con todo el mundo a la comisaría. Y el
salón quedó clausurado por largo tiempo”.
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Una de las semblanzas
más descriptivas de cómo era El Cachafaz la escribió el comisario general (R)
Jorge Silvio Colotto y publicado en la revista Mundo Policial, 1994.
“Fue amigo de aristócratas y malevos”
“Su estampa erguida y magra no alcanzaba a afearse con
algunas picaduras de viruela de su rostro, disimuladas por ciertos rasgos
atractivos: la palidez serena, los ojos claros, su cabellera. Y compensadas con
sus movimientos danzantes que tenían continuidad pero eran cortados por raptos
de diablescos centelleos de sus pies, abotinados en negra cabretilla charolada sterling con caña de gamuza gris y taco
militar. Había nacido en Buenos Aires el 14 de febrero de 1885 en Boedo e
Independencia, de padre uruguayo y madre argentina oriunda de Córdoba”.
“Comenzó a bailar siendo casi un niño. Puede decirse que
llevaba el tango en las piernas porque eran ellas, nada más que ellas las que
recogían toda la vibración de la música. Sin aspavientos, sin contorsiones
inútiles y teatrales como algunos bailarines de la actualidad. Enseñó a bailar
tango a cafishios y bacanes. Trató a presidentes y asaltantes y lo distinguían
tanto como un matón como un ministro. Lo trató y conoció la aristocracia de
entonces y el elemento más temido del hampa. Fue el niño mimado en las fiestas
de ese caudillo de Avellaneda de corte conservador que se llamó Alberto Barceló
y del caudillo de Puente Alsina, Alfredo Suárez. ¡Cuántas madrugadas le tocó
cruzar el puente de Avellaneda con el gallego
Julio o con los hermanos Ruggero!”.
“Fue amigo de Carlos Gardel y José Razzano, de Florencio
Parravicini, del payador José Betinoti, del Payo
Roqué, que era el secretario de Benito Villanueva, de Evaristo Carriego, de
Florencio Sánchez y muchos más. En una noche memorable en la ciudad de Rosario
tuvo un desafío con Gata. Fue un
final de hacha y tiza y tras largo cabildeo el jurador lo dio ganador. Se dice
que esa noche madame Safo cerró sus
puertas para que sus pupilas y habitués no se perdieran el espectáculo”.
“El Cachafaz
bailaba al ritmo de una sugestión que más parecía brotar de su propio espíritu
que de un fuelle. En 1942 la muerte lo sorprendió en Mar del Plata. Víctima de
un síncope cardíaco dejó de existir. Murió en su ley, bailando justamente El entrerriano, el tango que ovacionó
todo París”.